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Trabajo y Sociedad |
¿Qué cultura requiere el desarrollo? Necesidades de desarrollo
científico y tecnológico en la región noroeste*
Alberto
Tasso[1] y Luis
Ponce[2]
CONICET, UNSE-El
Colegio de Santiago. tasso@arnet.com.ar
UNSE. ponceluis@yahoo.com
Deseamos proponer una reflexión en torno al tema de “la cultura del
desarrollo”, esto es, un examen de las características culturales que requiere
el desarrollo en nuestro país, y más específicamente en nuestra región. Pude
decirse que es un tema muy recurrido –aunque no en los términos que acabamos de
exponer- pero quizá insuficientemente debatido, y sobre el cual no hemos visto
muchas contribuciones recientes.
Nuestra proposición central es que, durante períodos de transformación
rápida, las sociedades registran cambios en los modos de hacer y convivir que
inevitablemente repercuten sobre ese marco de regulación más estable que
denominamos cultura, y que esos cambios no sólo se producen espontáneamente
sino que también pueden ser impulsados por la propia sociedad, mediante
diversos medios.
La intervención deliberada sobre la cultura de una comunidad dista de ser
un tema nuevo. Fue planteada a lo largo de la historia numerosas veces, y es
visible que una de las funciones de los intelectuales de épocas muy diversas
consiste en recomendar cambios, o en señalar sus peligros. Para citar dos
ejemplos clásicos de distintos momentos dentro de la cultura hispanoamericana:
el Facundo de Sarmiento y La rebelión de las masas de Ortega y Gasset aparecen
como representativos del estímulo a los cambios y de la advertencia sobre sus
riesgos, respectivamente.
A su vez, las políticas de una sociedad tienen una fuerte orientación
hacia la permanencia o hacia la transformación. La historia de la Argentina en
el período independiente presenta casos muy claros de estas conductas
gubernamentales, y así como la etapa rivadaviana intentó una fuerte renovación,
la etapa de Rosas operó como una reacción conservacionista. En el breve y
profundo estudio sobre las relaciones entre El
mundo y el Occidente, Arnold Toynbee examinó las conductas de los
gobernantes rusos, turcos y chinos a lo largo de los siglos XVII a XIX, para
re-posicionar a sus respectivas sociedades ante el impacto de los embates
militares de los países occidentales, generando procesos complejos de
asimilación cultural, modernización de sus estructuras sociales, y defensa
militar. La tensión entre estas fuerzas contrapuestas suele ser muy fuerte,
pues involucran sentimientos y valores con los cuales nos sentimos
identificados tanto en forma personal como colectiva.
El caso argentino de la última década es especialmente representativo,
pues el impacto de los cambios “globales” y la rapidez con que se intentó
reubicar al país en un nuevo escenario no sólo modificó las condiciones de vida
de la población sino que también ejerció, y continúa ejerciendo, un impacto
considerable sobre distintos planos de la cultura de nuestra sociedad.
Desde un punto de vista técnico, el tema de cómo intervenir y hasta de cómo producir cambios sociales fue un tópico que registró atención y también controversias. Ya durante los 50, en la literatura de las ciencias sociales, principalmente estadounidense, gozaban de buena salud los enfoques funcionalistas y difusionistas, que proponían el camino de la modernización social y cultural como única ruta hacia el cambio social que permitiría el desarrollo, con énfasis en el cambio de actitudes personales y de grupos (Eisenstadt, Hoselitz, etc.). Más tarde fueron sucedidos por planteos más matizados, que al menos en América Latina ponían un énfasis mayor en los marcos estructurales, y especialmente en el sistema político.
Ahora que la experiencia democrática afortunadamente se ha consolidado en
nuestros países, me parece oportuno retomar esta discusión, proponiendo como
escenario de análisis a la Región Noroeste de Argentina, que puede ser
caracterizada como rezagada en su desarrollo económico, con altos niveles de
pobreza, y en una relación desfavorable en lo que se refiere a los términos de
intercambio doméstico, o interregional.
“Cultura” y “desarrollo” son dos universales del código lingüístico de
esta época, y en tanto tales requieren de periódicas revisiones y hasta de
re-definiciones. Cuando hablamos de desarrollo, recogemos distintos sentidos
que se le asignaron en el tiempo, girando gradualmente desde un sentido
estrictamente económico hacia otro más amplio, comprendiendo también aspectos
sociales. Inicialmente, hacia mediados del siglo XX, por desarrollo se entendía
un mayor control del aprovechamiento de los recursos naturales. Esto connotaba
la aspiración a la industrialización, reproduciendo el modelo de las sociedades
europeas durante los dos siglos anteriores.
En las últimas dos décadas, han aparecido nuevos énfasis. Uno de ellos se
refiere a la capacidad de gestión de cada sociedad en la movilización de sus
propios recursos, incluyendo en esto la capacidad de transformarlos, y
eventualmente crearlos, y movilizarlos mediante el comercio internacional más
allá de sus fronteras.
Otro, que aparece como una palabra clave dentro de una visión
ambientalista cada vez más difundida, pone énfasis en la sustentabilidad del
desarrollo, en un intento por superar la relación perversa entre el hombre y la
naturaleza, difundida precisamente por la difusión del concepto industrialista
europeo.
Finalmente, una tercera nota se refiere a la equidad social y a la
calidad de vida en la sociedad que avanza hacia el desarrollo. Estos dos
últimos aspectos ponen énfasis en aspectos directa o indirectamente políticos,
y hasta de ética política. En efecto, si una sociedad alcanza altos niveles de
crecimiento y producción económicos pero mantiene grandes desequilibrios en la
distribución, población marginal en condiciones de explotación o pobreza,
difícilmente sería calificada de desarrollada.
La realidad latinoamericana abunda en estos ejemplos. En la mayoría de
los países de la región se observa, además, un fuerte desequilibrio entre
regiones “ricas” y “pobres”, calificado de dualismo estructural por la escuela
cepaliana.
Debe anotarse, además, que las nociones de desarrollo que circulan en
nuestros países han surgido, o bien de los países centrales, o bien de los
organismos internacionales. En general, nunca se ha producido debates fuertes
en torno a los conceptos económicos y sociales implicados en la noción de
desarrollo. En cambio, el escenario latinoamericano presenció desde los años 70
una discusión teórica importante en relación con los aspectos políticos del
desarrollo, expresada principalmente por la entonces difundida teoría de la dependencia.
La década de los 90 pareció aplacar las controversias mencionadas en
último término. El auge neoliberal, el impacto arrollador de la globalización,
y el surgimiento de gobiernos democráticos tras los períodos dictatoriales de
los 70-80, nos han acostumbrado a elencos políticos de tipo “moderno”, más
parecidos a los existentes en los países europeos, y, en todo caso, más
cercanos a los perfiles socialdemócratas o aún a los estrictamente liberales.
En países donde la izquierda había calado muy hondo treinta años antes, no deja
de ser curioso que estos gobiernos realicen ahora intentos muy decididos de
ingresar al club de los llamados países desarrollados. El caso del menemismo
argentino es emblemático en este sentido.
Pero, sea cual fuere la orientación ideológica de políticos o
intelectuales, las décadas de la experiencia democrática muestran una
coincidencia mucho mayor que las anteriores en torno a considerar la
experiencia del desarrollo como deseable, diferenciándose en un ala más
complaciente y con más énfasis economicistas por parte de quienes pueden ser
definidos como liberales ortodoxos, y otra más crítica, con énfasis en los
aspectos de equidad, en quienes están más cercanos a la izquierda.
En relación con el concepto de cultura, lo entenderemos como un sistema
relativamente estable, alimentado históricamente, y con capacidad de
auto-reproducción. Su función consiste en orientar la conducta social,
adaptándola a las circunstancias que la sociedad enfrenta. Por lo tanto, es
inevitablemente cambiante, pero al mismo se nos presenta como requiriendo una
cierta continuidad en el tiempo, necesaria para el mantenimiento de las
identidades colectivas.
No es fácil precisar, hablando en términos generales, los componentes de la cultura necesitados de cambio y los que requieren estabilidad, o la medida en que cada componente combina cimientos estables y arquitectura cambiante. Pero sabemos que existen algo así como planos o niveles, uno más profundo y relativamente permanente, y otro más superficial o instrumental, también más permeable a las modificaciones. El lenguaje representa bien esta dinámica de la cultura: mientras el idioma permanece en períodos considerables, y hasta prolongados, los modos de hablar y de la expresión escrita están muy expuestos a las necesidades funcionales de la comunicación.
Nos planteamos conceptualmente el problema de cómo intervenir en este
campo, y el de quienes lo hacen. En principio, toda sociedad y cada individuo
en particular, aún en edades tempranas, son protagonistas de este proceso, en
la medida en que la acción social siempre involucra, de modo consciente o no,
un por qué. En la respuesta a ese por qué está el orden social, y las
cambiantes formas de contrato en que aquel se nos manifiesta. Las relaciones
entre pares, entre padres e hijos, entre patrones y asalariados, entre
gobernantes y ciudadanos, para poner sólo unos pocos ejemplos, refieren siempre
a un sustrato de valores y de normas sobre el que existen acuerdos o
controversias.
Los momentos controversiales son especialmente representativos de las
etapas de cambio social, las cuales invitan a revisar los presupuestos
culturales de la acción social y eventualmente a debatir sobre ellos. Esta es
una tarea colectiva compleja y difícil. Los que perciben las necesidades de los
cambios pueden ser pocos o muchos, con diferentes grados de poder o influencia.
Es sabido que la inercia de los sistemas sociales y de las culturas es considerable,
y que la introducción de cambios conlleva numerosos dificultades, pues ello
supone introducir nuevas legitimidades y derechos dentro de una trama de otros
derechos adquiridos previamente, que casi nunca se ceden voluntariamente, y
deben ser laboriosamente demolidos al tiempo que se construyen los nuevos.
Aunque los ejemplos no faltan, citaremos la conquista de los derechos de la
mujer como uno de los más interesantes procesos de este tipo operados durante
el siglo XX.
El historiador Douglass North (1992) ha sostenido que la incorporación de
cambios en la economía enfrenta a menudo el obstáculo de instituciones sociales
que resisten la incorporación de nuevas conductas económicas, y de este modo
conspiran contra los procesos de desarrollo.
Esta idea es particularmente aplicable al caso del Noroeste argentino,
región donde el orden social del período colonial echó raíces profundas, cuya
supervivencia es aún visible. Especialmente representativa es la provincia de
Santiago del Estero, en la cual aquellas aparecen bajo las formas del
patronazgo (Vessuri, 1971; Tasso, 1999) y de un campesinado cuya cultura
tradicional lo orienta hacia la sujeción a la tierra, a formas de producción
arcaicas, y a la subordinación hacia la explotación social por parte del estado
y los terratenientes (Forni, Benencia y Neiman, 1986; Paz, 1991).
En este escenario, los últimos años numerosos signos de transformación,
algunos pocos operando desde las políticas públicas, otros emprendidos por
empresarios de tipo moderno, y otros promovidos por organizaciones no
gubernamentales que apoyan a grupos de base mediante la asistencia técnica y la
capacitación.
En el plano político se observa la fuerza de gobiernos cuyo estilo
político es clientelar (Tasso y Zurita, 1980; Auyero, 1999), manteniendo una
forma de dependencia que inhibe la autogestión y vuelca hacia el estado la
responsabilidad de las iniciativas (Zurita, 1999).
Este contexto de cultura tradicional arraigada, donde la dominación
social de los grupos sociales privilegiados ha encontrado nuevas formas de
control y donde los cambios sociales son aún incipientes, es especialmente
apropiado para plantear los términos de nuestra reflexión.
El desarrollo económico y social aparece para muchos como un bien
deseable, pero una discusión sobre las formas que ha de adquirir suscitará de
inmediato desacuerdos. Desde una visión conceptual amplia como la que
planteamos al principio, la conquista de condiciones de calidad de vida
equitativas y dignas –de acuerdo a los parámetros contemporáneos- requiere
cambios en la cultura y no sólo en la economía. También, modificaciones en la
conciencia de sí mismos que tienen los sectores sociales subordinados, que les
permitan ganar confianza en sus propias fuerzas y autogestionar la movilidad
social.
En esta línea de razonamiento, nos enfrentamos a varias áreas de la vida
social en las que existen restricciones institucionales a los cambios, que los
obstaculizan y retardan. En este apartado consignaremos algunas de estas
áreas-problema, como las denominamos, considerándolas escenarios particulares
en los que es posible concentrar los esfuerzos dirigidos a promover cambios
sociales que puedan conducir al desarrollo.
No nos hemos basado sólo en nuestro propio criterio para confeccionar el
siguiente cuadro: también hemos tenido en cuenta el registro de demandas
sociales tal como se plantean en los medios de difusión (García, 2000) y los
documentos de base del Plan Estratégico para la capital santiagueña (1998),
surgidos de una instancia participativa de numerosas instituciones intermedias
bajo la forma de talleres.
Aunque la mayoría de las áreas remiten a más de un sector, hemos señalado
en la primera columna aquellos a los que remiten en primera instancia, en una
clasificación convencional. La enunciación de problemas contenido en la columna
derecha es meramente indicativa de una lista que podría ser más extensa.
Desde ya que un listado de esta naturaleza remite a distintos tipos de actores sociales de mayor o menor escala o magnitud. Así como los problemas urbanos remiten genéricamente a los habitantes de la ciudad, involucran también a las asociaciones intermedias y a los estados municipales. Virtualmente, no existe ningún área problema que pueda ser considerado ajeno al estado en sus distintos niveles jurisdiccionales, pero, del mismo modo, no existe ninguno que pueda ser considerado ajeno a cada individuo y a las organizaciones en los que estos se expresan colectivamente.
De este modo, así como los bajos niveles de eficiencia en la gestión estatal repercuten sobre todos las áreas-problema, las debilidades de la participación social constituyen también una restricción común. Estos problemas, planteados en ambos extremos del conjunto de la sociedad, debilitan la capacidad conjunta de toda la sociedad en su autogestionamiento.
Sector |
Área |
Problema |
Estado |
Sistema político |
Bajos niveles de participación. Autoritarismo. Baja competencia y representatividad
de los dirigentes. |
Sector público |
Falta de modernización en el sector público. Ineficiencia en la
gestión. |
|
Economía |
Gestión empresaria |
Deficiente formación técnica de los empresarios. Falta de equipamiento
tecnológico. |
Comercialización |
Falta de capacitación. Débil sistema de información, comunicaciones y
transporte. Escasa orientación a la exportación. |
|
Sociedad |
Vida urbana |
Debilidad de la gestión municipal. Crecimiento anárquico de las
ciudades. Inseguridad. |
Vida rural |
Escasa capacidad de nucleamiento y organización. Marginalidad y
pobreza. |
|
Servicios sociales |
Falta de equidad en el acceso a bienes y servicios sociales. |
|
Conocimiento |
Innovación tecnológica |
Escasa investigación científica y tecnológica aplicada a la producción
de bienes y servicios. |
Transferencia de CyT |
Falta de comunicación entre el sector de CyT y el de la producción. |
|
Cultura strictu-sensu |
Identidad socio-cultural |
Tradicionalismo ideológico. Degradación de la cultura tradicional.
Escasa permeabilidad a los códigos de la cultura contemporánea. |
Relación con el medio ambiente |
Deterioro de los recursos naturales. Falta de conciencia ambiental.
Deficiente sustentabilidad de los emprendimientos productivos. |
A la búsqueda de una síntesis interpretativa que permita una lectura integrada de las áreas-problemas que acabamos de enunciar, señalaremos cuatro ejes que resumen los núcleos en los cuáles puede centrarse la acción cultural en el contexto de la región.
El énfasis en la comunicación propio de la vida actual dista de ser un mero medio o un instrumento, convirtiéndose en un requisito para la comprensión de los otros, tanto como del complejo comunitario y societal en el que como personas y grupos estamos insertos. El aislamiento es un obstáculo, tanto material como mental, en el camino hacia la construcción de una cultura comunicacional. Instalado en las sociedades de la región como resultado de la dispersión poblacional propia de las varias zonas de frontera que existen en el noroeste, así como resultado de los procesos de aculturación forzada que debilitaron las culturas preexistentes, el aislamiento constituye una restricción seria, una rigidez de las sociedades locales que va mucho más allá de los sectores populares. En estos, se ve incrementado por el escaso acceso a la formación educativa, a la escolarización; en los grandes centros urbanos, se ve incrementado por la marginalidad de grandes conjuntos humanos que tienen un acceso muy limitado a los canales de comunicación colectiva que una ciudad moderna debe aspirar a desarrollar. En los sectores sociales más elevados, el aislamiento gravita también como resultado de la insularización provinciana. En el marco de la experiencia histórica regional, las minorías creadoras (Toynbee) más dinámicas –tanto en la política como en la cultura- fueron las que pudieron capitalizar su conocimiento de extramuros y volcarlo al medio mediante emprendimientos que unieron el adentro con el afuera.
La dependencia es el residuo más fuerte de la dominación social y cultural que se produjo en la región durante la etapa colonial. Como tal, fue un instrumento de explotación de las capas superiores hacia las subordinadas. La “verdad” más fuerte de la dependencia es la conciencia de la propia incapacidad para actuar por sí mismo, según la cual sólo una fuerte conducción de otro, externo a mí mismo, y a mi propio grupo o comunidad, puede garantizar. Aunque fue la cultura tradicional la que ha galvanizado el sentimiento de las propias limitaciones, la aparición de formas modernas posteriores no siempre logró destruirlo, y en mucho casos se apoyó en él para recrear nuevos mecanismos de subordinación social, como sucedió al reciclar la institución patronal del medio rural al medio urbano, trasvasándola de un vínculo asociativo entre clases agrarias a una relación política entre dirigentes y masas. La autogestión aparece como la solución de la continuidad en el círculo vicioso de la dependencia, requiriendo al mismo componentes psicológicos y la construcción de nuevos lazos sociales capaces de sustentarla, en un contexto relacional auténticamente comunitario, asumiendo la idea de comunidad como un constructo consciente, orgánico –en el sentido durkheimiano- y fruto de un proceso de participación.
El fuerte acento comunitario de la tradición cultural local constituye un recurso disponible valioso. Potenciarlo requiere no sólo actualizar su capacidad instrumental con técnicas organizativas actuales, sino también enriquecer la conciencia de un sí mismo personal, fortaleciendo la potencia creadora de cada sujeto con la mediación de la experiencia comunitaria.
De un modo semejante, la tradición –no el tradicionalismo- constituye una reserva histórica acumulada que enriquece culturalmente a la población de la región. Sin embargo, el reconocimiento de los saberes tradicionales se ve debilitado por el escaso acceso a una educación apropiada, por la pobreza y la marginalidad. La educación básica apropiada, y especialmente esa forma específica que asume bajo la forma de la capacitación, resultan indispensables para re-elaborar y re-funcionalizar la cultura tradicional, haciéndola más permeable a la innovación y al cambio, rasgos de la vida social contemporánea que deben ser asumidos, no como valores en sí mismos, sino como patrones o marcos de referencia, sin los cuales no resulta posible pensar en una sociedad que se construya y reconstruya permanentemente, al ritmo histórico del presente.
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Santiago del Estero.
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* Trabajo elaborado en el marco del PIP Conicet Nº 4290 / Proyecto CICyT UNSE 23/D039. Noviembre 2000. Una versión preliminar fue presentada y expuesta en el Foro I del Curso de Formación de Recursos Humanos en Gestión de Ciencia, Tecnología y Desarrollo Regional, Proyecto FOMEC Nº 843, 14 y 15 de abril de 2000, Universidad Nacional de Tucumán.
[1] CONICET, UNSE. Fundación El Colegio de Santiago. E-mail: tasso@arnet.com.ar
[2] UNSE. E-mail: ponceluis@yahoo.com