Trabajo y Sociedad
Indagaciones sobre el empleo, la cultura y las prácticas políticas en sociedades segmentadas

Nº 5, vol. IV, septiembre-diciembre de 2002, Santiago del Estero, Argentina
ISSN 1514-6871


 

Raymond Carver

 

A partir de este 5º Número de Trabajo y Sociedad, correspondiente a la primavera de 2002, incluimos textos provenientes de campos de producción situados, por así decir, más allá de los ámbitos normales de las ciencias sociales.

Aunque la literatura, las crónicas o los relatos orales a menudo iluminan la vida social con resplandores que no suelen brillar en la árida prosa de los informes académicos. Además, los sociólogos suelen olvidar que tal como lo postula Robert Nisbet –en un texto que está incluido en el primer número de nuestra revista- la sociología es una forma de arte. Ahora ofrecemos materiales pertenecientes a Raymond Carver y Clementina Quenel, la gran escritora regional argentina.

Para los editores de esta Revista, Carver, que ha sido llamado el Chejov americano, es un escritor entrañable y minuciosamente admirado, y estaban buscando la manera de justificar su inclusión en nuestra revista. La encontraron en un casi desconocido poema en que Carver habla de la Argentina (En la Pampa esta Noche/ On the Pampas Tonight). También se incluyen otros tres poemas del autor y un cuento extraordinario “Si me necesitas, llámame”. Los poemas se incluyen en versiones en español y en inglés.


 

Contenidos de Raymond Carver

-Los poemas de Carver por Edmund Murray

-Poemas de Carver

-Un cuento de Carver


 Los poemas de Carver

 

Edmundo Murray

 

Raymond Carver nació en Clatskanie, Oregon, EE.UU. en 1938. A la primera antología de cuentos, "Will You Please Be Quiet, Please" (nominada para el National Book Award 1977), siguieron "What We Talk About When We Talk About Love", "Cathedral" (nominado para el Pulitzer 1984) y "Where I'm Calling From". En 1988, Carver fue nombrado miembro de la Academia Americana de Artes y Letras. Murió en Agosto de ese mismo año, justo después de completar una serie de poemas para "A New Path to the Waterfall".

 

A fines de la década de los 70, el estilo extraordinario y conmovedor de Carver tuvo un impacto sin precedentes en la literatura norteamericana. Comenzó su carrera como poeta y tal vez por eso sus cuentos tienen la misma economía lírica y un ritmo insólito. Es lo que Tess Gallagher, su viuda y editora, llama "la corriente espiritual de la que Carver extrajo sus cuentos". Estos poemas juegan contra los paisajes de soledad, alcohol y falta de dinero típicos de Raymond Carver, y parecen contener la semilla de una doble vida: la felicidad y la luz renaciendo sobre las cenizas de la agonía, la desesperación y el abandono. Cualquier conocedor de Carver reconocerá esta felicidad en las risas de "Mi Barco", en la perplejidad de "Alcanzando" y en el misterio azul de "En la Pampa esta Noche".

 

Leí por primera vez "Donde el Agua se Encuentra con Otras Aguas", justo al cumplir 45 años, y precisamente en la "Jonction", donde se juntan los dos ríos que enmarcan Ginebra: el Arve con sus aguas glaciares que vienen desde el Mont Blanc, y el oscuro Ródano que alguna vez contempló al joven y anciano Borges meditando en sus orillas. Tardé unos meses en superar la emoción de este poema para reparar en el prodigioso paralelo entre los ríos y la vida, nuestra vida. Me siento profundamente agradecido a Carver por esos momentos de felicidad. Sus poemas tienen un lenguaje cotidiano, natural, íntimo, rico en cercanía y amplitud. Un clímax lírico inconfundible, especialmente en sus últimas obras, escritas antes de morir. Raymond Carver murió a los 50 años, amando y siendo amado.


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En la Pampa esta Noche

 

En la Pampa esta noche un gaucho

arroja desde un alto caballo

las boleadoras hacia el atardecer, al oeste

en el Pacífico.

Juan Perón duerme en España

con el General Franco,

el Presidente come asado

en Asia…

 

Me gustaría introducirme más profundo

en las estaciones,

convertirme en algo como un pino

o como un reno,

observar el lento esfuerzo y el deslizar de los glaciares hacia los fiordos del norte,

combatir esta Némesis,

este tiempo reseco.

 

 

On the Pampas Tonight

 

On the Pampas tonight a gaucho

on a tall horse slings

a bolas towards the sunset, west

into the Pacific.

Juan Perón sleeps in Spain

with General Franco,

the President barbecues

in Asia…

 

I wish to settle deeper

into the seasons,

to become like a pine tree

or a reindeer,

observe the slow grind and creep of glaciers

into northern fjords,

stand against this nemesis,

this dry weather.

 

Where Water Comes Together with Other Water

 

I love creeks and the music they made.

And rills, in glades and meadows, before

they have a chance to become creeks.

I may even love them best of all

for their secrecy. I almost forgot

to say something about the source!

Can anything be more wonderful than a spring?

But the big streams have my heart too.

And the places streams flow into rivers. The

open mouths of rivers

where they join the

sea. The places where water comes together

with other water. Those places stand out

in my mind like holy places.

But these coastal rivers!

I love them the way some men love horses

or glamorous women. I have a thing

for this cold swift water.

Just looking at it makes my blood run

and my skin tingle. I could sit

and watch these rivers for hours.

Not one of them like any other.

I’m 45 years old today.

Would anyone believe it if I said

I was once 35?

My heart empty and sere at 35!

Five more years had to pass

before it began to flow again.

I’ll take all the time I please this afternoon

before leaving my place alongside this river.

It pleases me, loving rivers.

Loving them all the way back

to their source.

Loving everything that increases me.

 

 

Donde el Agua se Encuentra con Otras Aguas

 

Me gustan los arroyos y su música.

Y los riachos en los claros del bosque y en las colinas, antes

que se conviertan en arroyos.

Quizá me gustan tan intensamente

por su intimidad. Pero, ¡casi olvido

decir algo de las fuentes!

¿Puede haber algo más maravilloso que un manantial?

Pero los grandes arroyos ganan también mi corazón.

Y aquellos lugares donde desembocan en los ríos.

Y las bocas abiertas de los ríos, donde se reúnen con

el mar. Lugares donde el agua se encuentra

con otras aguas. Esos lugares brillan

en mi mente como lugares sagrados.

¡Y esos ríos de la costa!

Los amo como algunos hombres aman a los caballos,

o a las mujeres llenas de encanto. Hay algo especial

en estas aguas frías y rápidas.

Sólo mirarlas hace que mi sangre corra

y que mi piel se estremezca. Podría sentarme

y mirar estos ríos durante horas.

Ninguno de ellos en especial.

Hoy cumplo 45 años.

¿Me creería alguien si dijera

que alguna vez tuve 35?

¡Mi corazón vacío y seco a los 35!

Cinco años más debieron pasar

antes de que palpitara otra vez.

Me tomaré todo el tiempo que tenga ganas esta tarde,

antes de abandonar mi lugar al borde del río.

Me gustan, ríos encantadores.

El placer de sentir su curso hasta

el nacimiento.

De todo lo que me hace crecer.

 

  

My Boat

 

My boat is being made to order. Right now it’s about to leave

the hands of its builders. I’ve reserved a special place

for it down at the marina. It’s going to have plenty of room

on it for all my friends: Richard, Bill, Chuck, Toby, Jim, Hayden,

Gary, George, Harold, Don, Dick, Scott, Geoffrey, Jack,

Pay, Jay, Morris, and Alfredo. All my friends! They know who they are.

Tess, of course. I wouldn’t go anyplace without her.

And Kristina, Merry, Catherine, Diane, Sally, Annick, Pat, Judith, Susie, Lynne, Annie, Jane, Mona.

Doug and Amy! They’re family, but they’re also my friends

and they like a good time. There’s room on my boat

for just about everyone. I’m serious about this!

There’ll be a place on board for everyone’s stories.

My own, but also the ones belonging to my friends.

Short stories, and the ones that go on and on. The true

and the made-up. The ones already finished, and the ones still being written.

Poems, too! Lyric poems, and the longer, darker narratives.

For my painter friends, paints and canvases will be on board

my boat.

We’ll have fried chicken, lunch meats, cheeses, rolls,

French bread. Every good thing that my friends and I like.

And a big basket of fruit, in case anyone wants fruit.

In case anyone wants to say he or she ate an apple,

or some grapes, on my boat. Whatever my friends want,

name it, and it’ll be there. Soda pop of all kinds.

Beer and wine, sure. No one will be denied anything, on my boat.

We’ll go out into the sunny harbor and have fun, that’s the idea.

Just have a good time all around. Not thinking

about this or that or getting ahead or falling behind.

Fishing poles if anyone wants to fish. The fish are out there!

We may even go a little way down the coast, on my boat.

But nothing dangerous, nothing too serious.

The idea is simply to enjoy ourselves and not to get scared.

We’ll eat and drink and laugh a lot, on my boat.

I’ve always wanted to take at least one trip like this,

with my friends, on my boat. If we want to

we’ll listen to Schumann on the CBC.

But if that doesn’t work out, okay,

we’ll switch to KRAB, The Who, and the Rolling Stones.

Whatever makes my friends happy! Maybe everyone

will have their own radio, on my boat. In any case,

we’re going to have a big time. People are going to have fun,

and do what they want to do, on my boat.

 

 

Mi Barco

 

Están construyendo mi barco. En este momento está saliendo

del astillero. Reservé un lugar especial

allá abajo, en el embarcadero. Tendrá mucho

espacio mi barco

para todos mis amigos: Richard, Bill, Chuck, Toby, Jim, Hayden,

Gary, George, Harold, Don, Dick, Scott, Geoffrey, Jack,

Pay, Jay, Morris, y Alfredo. ¡Todos mis amigos!

Ellos saben quiénes son.

Tess, por supuesto. No iría a ningún lado sin ella.

Y Kristina, Merry, Catherine, Diane, Sally, Annick, Pat, Judith, Susie, Lynne, Annie, Jane, Mona.

¡Doug y Amy! Ellas son de la familia, pero también son mis amigas

y les gusta pasarla bien. En mi barco hay lugar

para todos. ¡Hablo en serio!

A bordo habrá lugar para los cuentos de cada uno.

Los míos, pero también los de mis amigos.

Cuentos cortos, y los que no terminan nunca. Los verdaderos

y los inventados. Los terminados, y los que todavía estoy escribiendo.

¡También poemas! Poemas líricos, y los otros más largos, relatos oscuros.

Para mis amigos pintores, habrá pintura y telas a bordo

de mi barco.

Habrá pollo frito, comida para el almuerzo, quesos, bollos, pan francés.

Todo lo bueno que nos gusta a mis amigos y a mí.

Y una gran cesta de fruta, por si alguien quiere fruta.

Por si alguien quiere contar que comió una manzana,

o algunas uvas, en mi barco. Todo lo que quieran

mis amigos,

cualquier cosa, allí tendremos de todo. Gaseosas de todo tipo.

Cerveza y vino, claro. Cada uno tendrá lo que quiera, en mi barco.

Saldremos por el puerto bajo el sol, y nos divertiremos, esa es la idea.

Sólo pasar un buen rato por ahí. No pensar

en esto o aquello, o adelantarse o quedar atrás.

Cañas de pescar por si alguno quiere pescar. ¡Hay pique por allá afuera!

Hasta podemos navegar un poco bordeando la costa, en mi barco.

Pero nada peligroso, nada demasiado difícil.

La idea es sólo divertirnos y no

asustarnos.

Comeremos y beberemos y reiremos mucho, en mi barco.

Siempre quise hacer un viaje así,

con mis amigos, en mi barco. Si queremos,

escucharemos a Schumann en la CBC.

Pero si eso no va, no importa,

cambiamos a la KRAB, The Who, y los Rolling Stones.

¡Todo lo que haga felices a mis amigos! Tal vez todos

tengan su propia radio, en mi barco. De todos modos,

vamos a pasarla muy bien. Todos van a

divertirse,

y a hacer lo que tengan ganas, en mi barco.

 

 

 

Reaching

 

He knew he was

in trouble when,

in the middle

of the poem,

he found himself

reaching

for his thesaurus

and then

Webster’s

in that order.

 

 

Alcanzando

 

Se dio cuenta de que

estaba en problemas cuando,

en medio

del poema,

se vio a sí mismo

buscando su

diccionario de sinónimos

y luego

el Webster’s

en ese orden.

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Si me necesitas, llámame
Call if you need me

Raymond Carver

Los dos habíamos estado involucrados con otras personas esa primavera, pero cuando llegó junio y terminaron las clases decidimos poner en alquiler nuestra casa en Palo Alto y trasladarnos a la costa más al norte de California. Nuestro hijo, Richard, pasaría el verano en casa de la madre de Nancy, en Pasco, Washington, donde podría trabajar y ahorrar algo de dinero para la universidad. Ella estaba al tanto de la situación en casa y ya estaba buscándole un empleo por la temporada. Había hablado con un granjero que aceptó tomar a Richard para que juntara heno y arreglara alambrados. Un trabajo duro, pero Richard estaba conforme. Lo llevé a la terminal el día después de su graduación y me senté con él hasta que anunciaron su ómnibus. Su madre ya lo había despedido llorando y le había dado una larga carta que él debía entregar a la abuela en cuanto llegara. Prefirió quedarse terminando las valijas y esperando a la pareja que alquilaría nuestra casa. Yo compré el pasaje de Richard, se lo di y me senté a su lado en uno de los bancos de la terminal. En el viaje hasta allá habíamos hablado un poco de la situación.
–¿Van a divorciarse? –había preguntado él.
–No, si podemos evitarlo –le contesté. Era un sábado por la mañana y había poco tránsito–. Ninguno de los dos quiere llegar a eso. Por eso nos vamos; por eso no queremos ver a nadie durante el verano. Y por eso te enviamos con la abuela. Para no mencionar el hecho de que volverás con los bolsillos llenos de dinero. No queremos divorciarnos. Queremos estar solos y tratar de solucionar las cosas.
–¿Aún amas a mamá? Ella dice que te sigue queriendo.
–Por supuesto que la amo. Deberías saberlo a esta altura. Sólo que hemos tenido nuestra cuota de problemas, y necesitamos un poco de tiempo juntos, a solas. No te preocupes. Disfruta el verano y trabaja y ahorra un poco de dinero. Considéralo unas vacaciones de nosotros. Y trata de pescar. Hay muy buena pesca por allá.
–Y esquí acuático. Quiero aprender.
–Nunca hice esquí acuático. Haz un poco de eso también. Hazlo por mí.
Cuando anunciaron su ómnibus lo abracé y volví a decirle:
–No te preocupes. ¿Dónde está tu pasaje?
Él se palmeó el bolsillo de su campera. Lo acompañé hasta la fila frente al ómnibus, volví a abrazarlo y le di un beso en la mejilla. Adiós, papá, dijo él y me dio la espalda para que no viera sus lágrimas.
Al volver a casa, nuestras valijas y cajas estaban junto a la puerta. Nancy estaba en la cocina tomando café con los inquilinos, una joven pareja de estudiantes de posgrado de matemática, a quienes había visto por primera vez en mi vida pocos días antes, pero igual les di la mano a ambos y acepté una taza de café de Nancy mientras ella terminaba con la lista de indicaciones de lo que ellos debían hacer en la casa en nuestra ausencia y adónde debían enviarnos el correo. Su cara estaba tensa. La luz del sol avanzaba sobre la mesa a medida que pasaban los minutos. Finalmente todo pareció quedar en orden, y los dejé en la cocina para dedicarme a cargar nuestro equipaje en el coche. La casa a la que íbamos estaba completamente amueblada, hasta los utensilios de cocina, así que no necesitábamos llevar más que lo esencial.
Había hecho los quinientos kilómetros desde Palo Alto hasta Eureka tres semanas antes, y alquilado entonces la casa amueblada. Fui con Susan, la mujer con la que estaba saliendo. Nos quedamos en un motel a las puertas del pueblo durante tres noches, mientras recorría inmobiliarias y revisaba los clasificados. Ella me vio firmar el cheque por los tres meses de alquiler. Más tarde, en el motel, tirada en la cama con la mano en la frente, me dijo: “Envidio a tu esposa. Cuando hablan de la otra mujer, siempre dicen que es la esposa quien tiene los privilegios y el poder real, pero nunca me lo creí ni me importó. Ahora, en cambio, entiendo qué quieren decir. Y envidio a Nancy. Envidio la vida que tendrá a tu lado. Ojalá fuera yo la que va a estar contigo en esa casa todo el verano. Cómo me gustaría. Me siento tan gastada”. Yo me limité a acariciarle el pelo.

Nancy era alta, de pelo y ojos castaños, de piernas largas y espíritu generoso. Pero últimamente venía baja de espíritu y de generosidad. El hombre con el que estaba viéndose era colega mío, un divorciado de eterno traje con chaleco y pelo canoso, que bebía demasiado y a quien a veces le temblaban un poco las manos durante sus clases, según me contaron algunos de mis alumnos. Él y Nancy habían iniciado su romance en una fiesta, poco después de que ella descubriera mi infidelidad. Suena aburrido y cursi; es aburrido y cursi, pero así fue toda aquella primavera, nos consumió las energías y la concentración al punto de excluir todo lo demás. Hasta que, en algún momento de abril, comenzamos a hacer planes para alquilar la casa e irnos todo el verano, los dos solos, a tratar de reparar lo que hubiera para reparar, si es que había algo. Los dos nos habíamos comprometido a no llamar, ni escribir, ni intentar el menor contacto con nuestros amantes. Hicimos los arreglos para Richard, encontramos los inquilinos para nuestra casa y yo miré en un mapa y enfilé hacia el norte desde San Francisco hasta Eureka, donde una inmobiliaria me encontró una casa amueblada en alquiler por el verano para una respetable pareja de mediana edad. Creo que incluso usé la expresión “segunda luna de miel”, Dios me perdone, mientras Susan fumaba y leía folletos turísticos en el auto estacionado fuera de la inmobiliaria.
Terminé de cargar las cosas en el coche y esperé que Nancy se despidiera por última vez en el porche. Yo saludé desde mi asiento y los inquilinos me devolvieron el saludo. Nancy se sentó y cerró su puerta. “Vamos”, dijo y yo arranqué. Al entrar en la autopista vimos un coche con el escape suelto y arrancando chispas del pavimento. “Mira”, dijo Nancy y esperamos hasta que el coche se salió de la autopista y frenó, antes de seguir viaje.
Paramos en un café cerca de Sebastopol. Estacioné y nos sentamos a una mesa frente a la ventana del fondo. Pedimos sandwiches y café, yo encendí un cigarrillo mientras Nancy deslizaba el dedo por las vetas de la madera de la mesa. Entonces noté un movimiento por la ventana y al mirar en esa dirección vi un colibrí en los arbustos allá afuera. Sus alas vibraban en un borroso frenesí mientras su pico se internaba en una de las flores.
–Mira, un colibrí –dije, pero antes de que Nancy levantara la cabeza el pájaro ya no estaba.
–¿Dónde? No veo nada.
–Estaba ahí hasta hace un momento. Ahí está. No; es otro, creo.
Nos quedamos mirando hasta que la camarera trajo nuestro pedido.
–Buena señal –dije–. Los colibríes traen suerte, ¿no?
–Creo haberlo oído en alguna parte –dijo Nancy–. No podría decir dónde pero sí, no nos vendría mal un poco de suerte.
–Una buena señal. Me alegro de que hayamos parado aquí.
Ella asintió, dejó pasar un largo minuto y probó su sandwich.

Llegamos a Eureka antes del anochecer. Pasamos el motel en la ruta donde había estado con Susan dos semanas antes, nos internamos por un camino que subía una colina que miraba al pueblo y pasamos frente a una estación de servicio y un almacén. Las llaves de la casa estaban en mi bolsillo. A nuestro alrededor sólo se veían colinas arboladas y praderas con ganado pastando.
–Me gusta –dijo Nancy–. No veo el momento de llegar.
–Estamos cerca –dije–. Es más allá de esa loma. Ahí –y enfilé el coche por un camino flanqueado de ligustros–. Ahí la tienes. ¿Qué opinas? Esa misma pregunta le había hecho a Susan cuando hicimos el mismo camino para ver la casa por primera vez.
–Me gusta; es perfecta. Bajemos.
Miramos a nuestro alrededor en el jardín del frente antes de subir los escalones del porche. Abrí la puerta con la llave que traía y encendí las luces adentro. Recorrimos los dos dormitorios, el baño, el living con muebles viejos y chimenea y la cocina con vista al valle. –¿Te parece bien?
–Me parece sencillamente maravillosa –dijo Nancy y sonrió–. Me alegra que la hayas encontrado. Me alegra que estemos aquí. –Abrió y cerró la heladera, luego pasó los dedos por la mesada de la cocina. –Gracias a Dios está limpia. Ni siquiera hace falta una limpieza.
–Nada. Hasta nos pusieron sábanas limpias. La alquilan así.
–Tendremos que comprar algo de leña –dijo Nancy cuando volvimos al living–. Con noches así debemos usar la chimenea, ¿no?
–Mañana. Podemos hacer unas compras también. Y recorrer el pueblo.
Nancy me miró y dijo nuevamente:
–Me alegra que estemos aquí.
–Yo también –dije y abrí los brazos y ella vino hacia mí. Cuando la abracé sentí que temblaba. Le alcé el mentón y la besé en ambas mejillas.
–Me alegra que estemos aquí –repitió ella contra mi pecho.

Durante los días siguientes nos instalamos, recorrimos las calles del pueblo mirando vidrieras y dimos largos paseos por el bosque que se alzaba atrás de la casa. Compramos provisiones, yo encontré un aviso en el diario que ofrecía leña, llamé y poco después aparecieron dos muchachos de pelo largo en una camioneta que nos dejaron una carga de aliso en el garaje. Esa noche nos sentamos frente a la chimenea y hablamos de conseguir un perro.
–No quiero un cachorro –dijo Nancy–. No quiero nada que implique ir limpiando a su paso o rescatando lo que quiere mordisquear. Pero me gustaría un perro. Hace tanto que no tenemos uno... Creo que podríamos arreglarnos con un perro aquí.
–¿Y cuando volvamos, cuando termine el verano? –dije yo y entonces reformulé la pregunta: –¿Estás dispuesta a tener un perro en la ciudad?
–Ya veremos. Pero busquemos uno, mientras tanto. No sé lo que quiero hasta que lo veo. Revisemos los clasificados y veamos qué pasa.

Aunque los días siguientes seguimos hablando de perros y hasta señalando los que nos gustaban frente a las casas por las cuales pasábamos, no llegamos a nada y seguimos sin perro. Nancy llamó a su madre y le dio nuestra dirección y teléfono. Richard ya estaba trabajando y parecía contento, dijo la madre. Y ella se sentía bien. Nancy le contestó:
–Nosotros también. Esto es como una cura.
Un día íbamos por la ruta frente al océano y, desde una loma, vimos unas lagunas que formaban los médanos muy cerca del mar. Había gente pescando en la orilla y en un par de botes. Frené a un costado de la ruta y dije:
–Vamos a ver qué están pescando. Quizá valga la pena conseguirnos unas cañas y probar.
–Hace años que no vamos de pesca. Desde que Richard era chico, aquella vez que fuimos de campamento cerca del monte Shasta, ¿recuerdas?
–Me acuerdo. Y también me acuerdo de cuánto extraño pescar. Bajemos a ver qué están sacando.
–Truchas –dijo uno de los pescadores–. Trucha arcoiris y algún que otro salmón. Vienen en el invierno, cuando el mar horada los médanos. Y, con la primavera, cuando se cierra el paso, quedan atrapados. Es buena época, ésta. Hoy no pesqué nada pero el domingo saqué cuatro. De lo más sabrosos. Dan una batalla tremenda. Los de los botes creo que sacaron algo hoy, pero yo todavía no.
–¿Qué usan de carnada? –preguntó Nancy.
–Lo que sea. Lombrices, marlo de choclo, huevos de salmón. Basta tirar la línea y dejarla reposar hasta el fondo. Y estar atento.
Nos quedamos un rato pero el hombre no sacó nada y los de los botes tampoco. Sólo iban y venían por la laguna.
–Gracias. Y suerte –dije al fin.
–Que tengan suerte ustedes también. Los dos –contestó el hombre.
A la vuelta paramos en una casa de artículos deportivos y compramos unas cañas baratas, unos rollos de tanza y anzuelos y carnada. Sacamos una licencia también y decidimos ir de pesca la mañana siguiente. Pero esa noche, después de la cena y de lavar los platos y poner unos leños en la chimenea, Nancy dijo que no iba a funcionar.
–¿Por qué dices eso? ¿A qué te refieres?
–No va a funcionar, enfrentémoslo –dijo ella sacudiendo la cabeza–. No quiero ir a pescar y no quiero un perro. Creo que quiero ir a lo de mi madre y estar con Richard. Sola. Quiero estar sola. Extraño a Richard -dijo y empezó a llorar–. Es mi hijo, es mi bebé, y está creciendo y pronto se irá. Y lo extraño. Lo extraño.
–¿También extrañas a Del, a Del Schraeder, tu amante? ¿Lo extrañas a él también?
–Extraño a todo el mundo. A ti también. Hace mucho que te extraño. Te he extrañado tanto durante tanto tiempo que te he perdido. No sé cómo explicarlo mejor. Pero sé que te perdí. Ya no me perteneces.
–Nancy –dije yo.
–No, no –dijo ella y negó con la cabeza. Sentada en el sofá de frente al fuego siguió negando y negando y luego dijo: –Voy a tomar un avión para allá mañana. Cuando me haya ido puedes llamar a tu amante.
–No voy a hacer eso. No tengo la menor intención de hacer eso.
–Sí, lo harás. Vas a llamarla en cuanto me haya ido.
–Y tú vas a llamar a Del –dije. Y me sentí una basura por decirlo.
–Haz lo que quieras –dijo ella secándose las lágrimas con la manga–. Lo digo en serio. No quiero parecer una histérica, pero me iré mañana. Mejor me iré a acostar ahora; estoy exhausta. Lo lamento. Lo lamento mucho, por los dos. Pero no vamos a lograrlo. Ese pescador, hoy. Nos deseó suerte a los dos. Yo también nos deseo suerte. Vamos a necesitarla.
Entonces se encerró en el baño y dejó correr el agua. Yo salí a los escalones del porche y me senté a fumar un cigarrillo. Estaba oscuro y silencioso, apenas se veían las estrellas en el cielo. Jirones de niebla del océano ocultaban el valle y el pueblo allá abajo. Me puse a pensar en Susan. Oí que Nancy salía del baño y oí que se cerraba la puerta del dormitorio. Entonces entré y puse otro leño en la chimenea y esperé hasta que se avivara el fuego. Luego fui al otro dormitorio. Abrí la colcha y me quedé mirando el estampado floral de las sábanas. Me di una ducha, me puse el pijama y volví frente a la chimenea. La niebla ya llegaba a las ventanas del living. Fumé mirando el fuego y, cuando volví a mirar por la ventana, creí ver algo que se movía en la niebla.
Me acerqué a la ventana. Un caballo estaba pastando en el jardín, entre la niebla. Alzó la cabeza para mirarme y volvió a su tarea. Vi otro cerca del auto. Encendí la luz del porche y me quedé mirándolos. Eran caballos grandes, blancos, de largas crines, seguramente de alguna granja de los alrededores con algún alambrado caído y vaya a saberse cómo habían llegado hasta nuestra casa. Parecían estar disfrutando inmensamente su escapada. Pero se los notaba un poco nerviosos también: podía verles el blanco de los ojos desde la ventana. Sus orejas iban y venían al ritmo de sus mordiscos. Un tercer caballo apareció entonces y luego un cuarto, todos blancos, pastando en nuestro jardín.
Fui al dormitorio a despertar a Nancy. Tenía los ojos enrojecidos y los párpados hinchados, y se había puesto ruleros y había una valija abierta a los pies de la cama.
–Nancy, tienes que venir a ver esto. No vas a creerlo. Vamos, levántate.
–¿Qué pasa? Me estás lastimando. Qué pasa.
–Querida, tienes que ver esto. No voy a lastimarte. Perdona si te asusté. Pero tienes que levantarte y venir a ver esto.
Pocos minutos después estaba a mi lado en la ventana, atándose la bata.
–Dios, son hermosos. ¿De dónde vienen? Qué hermosos son.
–De alguna granja vecina, supongo. Voy a llamar al sheriff para que ubique al dueño. Pero quería que los vieras antes.
–¿Morderán? Me gusta acariciar a aquél, el que acaba de mirarnos. –No creo que muerdan. No parecen esa clase de caballos. Pero ponte algo encima si vamos a salir. Hace frío afuera.
Me puse la campera encima del pijama y esperé a Nancy. Abrí la puerta y salimos y nos acercamos caminando hasta ellos. Todos levantaron sus cabezas. Uno resopló y retrocedió unos pasos, pero volvió a tironear del pasto y mascar como los demás. Apoyé mi mano entre sus ojos y le palmeé los flancos y dejé que su hocico me oliera. Nancy estaba acariciando las crines de otro, mientras murmuraba: “¿De dónde vienes, caballito? ¿Dónde vives y qué haces aquí en medio de la noche?”, mientras el animal movía su cabeza como si entendiera.
–Será mejor que llame al sheriff –dije.
–Todavía no. Un rato más. Nunca veremos algo igual. Nunca, nunca tendremos caballos en nuestro jardín. Un rato más, Dan.
Poco después, mientras Nancy seguía yendo de uno a otro, palmeándolos y acariciándolos, uno de los caballos comenzó a rumbear hacia la ruta, más allá de nuestro auto y supe que era momento de llamar.

En pocos minutos vimos las luces de dos patrulleros en la niebla y poco después llegó una camioneta con un acoplado para caballos, de la que bajó un tipo con gamulán, que se acercó a los caballos y necesitó un lazo para lograr que entrara el último en el acoplado.
–¡No le haga daño! –dijo Nancy.
Cuando se fueron volvimos al living y yo dije que iba a hacer café y pregunté a Nancy si quería una taza.
–Te diré lo que quiero –dijo ella–. Me siento bien, Dan. Me siento como borracha, como... No sé cómo, pero me gusta. No quiero dormir; no podría dormir. Haz un poco de café y a ver si encuentras algo de música en la radio y puedes avivar el fuego.
Así que nos sentamos frente a la chimenea y bebimos café y escuchamos viejas canciones por la radio y hablamos de Richard y de la madre de Nancy y bailamos. Ninguno aludió en ningún momento a nuestra situación. La niebla seguía allí, detrás de las ventanas, mientras hablábamos y éramos gentiles el uno con el otro. Hasta que, cerca del amanecer, apagué la radio y nos fuimos a la cama e hicimos el amor.

Al mediodía siguiente, luego de que ella terminara su valija, la llevé al aeródromo desde donde volaría a Portland y de allí haría el trasbordo que la dejaría en Pasco por la noche.
–Saluda a tu madre de mi parte. Y dale un abrazo a Richard. Y dile que lo extraño. Y que lo quiero.
–Él también te quiere. Lo sabes. En cualquier caso, lo verás después del verano. –Yo asentí. –Adiós –dijo ella. Y me abrazó. Yo le devolví el abrazo–. Me alegro por anoche. Los caballos. La charla. Todo. Ayuda. No lo olvidaremos –y empezó a llorar.
–Escríbeme, ¿quieres? –dije yo–. Nunca pensé que fuera a pasarnos. En todos estos años. Nunca lo pensé. Ni un sola vez. No a nosotros.
–Te escribiré. Mucho. Las cartas más largas que hayas visto desde las que me enviabas en el secundario.
–Las estaré esperando.
Ella me miró largamente y me acarició la cara. Entonces me dio la espalda y se alejó por la pista rumbo al avión.
Ve, mi más querida, y que Dios esté contigo.
Ella abordó el avión y yo me mantuve en mi lugar hasta que se encendieron los motores y la nave empezó a carretear por la pista y despegó sobre la bahía y se convirtió en una mancha en el horizonte.
Volví a la casa, estacioné el coche y miré las huellas que habían dejado los caballos la noche anterior, los trozos de pasto arrancado y las marcas de herraduras y los montones de bosta aquí y allá. Entonces entré en la casa y, sin sacarme el saco siquiera, levanté el teléfono y marqué el número de Susan.

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