Trabajo y Sociedad
Indagaciones sobre el empleo, la cultura y las prácticas políticas en sociedades segmentadas

Nº 5, vol. IV, septiembre-diciembre de 2002, Santiago del Estero, Argentina
ISSN 1514-6871


Clementina Rosa Quenel

 

A partir de este 5º Número de Trabajo y Sociedad, correspondiente a la primavera de 2002, incluimos textos provenientes de campos de producción situados, por así decir, más allá de los ámbitos normales de las ciencias sociales.

Aunque la literatura, las crónicas o los relatos orales a menudo iluminan la vida social con resplandores que no suelen brillar en la árida prosa de los informes académicos. Además, los sociólogos suelen olvidar que tal como lo postula Robert Nisbet –en un texto que está incluido en el primer número de nuestra revista- la sociología es una forma de arte. Ahora ofrecemos materiales pertenecientes a  Clementina Quenel y Raymond Carver, el gran cuentista que ha sido llamado el Chejov americano..

Clementina Quainelle, había recibido de su padre francés un apellido que le complicaba las cosas. Para que la comunicación con sus comprovincianos santiagueños fuera simple y sencilla, para que les resultara fácil llamarla, decía, lo cambió por el campaneante "Quenel". Quizás esta haya sido la menor de las identificaciones de Clementina con Santiago del Estero. Nadie como ella comprendió los paisajes de su provincia, los exteriorers y los interiores: las soledades de los caminos y de las gentes. Calor y campesinos, fatales arideces de la geografía y de las almas, tal la materia prima de sus relatos sobrecogedores.

 

Si se quiere conocer en profundidad el mundo rural del norte de Argentina se deben leer los trabajos sociológicos de Floreal Forni, Hebe Vessuri o Santiago Bilbao, pero resultan inexcusables los relatos de Clementina. 

 

Incluimos un texto de José Andrés Rivas -el mayor concoedor de su obra- sobre la autora, y su cuento La creciente de su libro La luna negra.


Clementina

Jose Andrés Rivas

Universidad Nacional de Santiago del Estero-Duke University

jrivas@unse.edu.ar

 

La vida suele recorrer caminos imprevisibles: la persona que nos fue destinada puede vivir a la vuelta de la casa y el paraíso inolvidable, como en el ciudadano Kane, puede estar entre los juguetes olvidados de la infancia. Esto lo ocurrió a la santiagueña Clementina Rosa Quenel, cuando de regreso del Buenos Aires de fines de los treinta -que entonces soñaba con ser "la cabeza de un imperio"-, se reencontró con los personajes de su tierra que había  abandonado. De este reencuentro surgirían los cuentos de La Luna Negra. Atrás quedaban los cuentos de estructura fija y final preestablecido, que habían recogido las revistas porteñas. A partir de entonces, Clementina había encontrado su tema.

La Luna Negra está poblada de seres marginales, que aceptan con resignación la derrota que les espera. Si en algún momento en ellos asoma la esperanza, ésta no surgirá de la realidad áspera y desolada, sino del insondable fondo de ellos mismos. La propia Clementina lo anuncia en el epígrafe: "Dan su nombre a este libro, destinos desolados y humildes de mi tierra". La cita es extraña: no habla de personas, sino de "destinos". De cualquier modo, quiere decir la narradora, no importa lo que el personaje sueñe o sienta, porque la vida lo llevará por donde quiera. En última instancia, se repiten en sus páginas las peripecias de los gauchos de Hernández, que viven en un territorio áspero y despiadado al que, sin embargo, los une el amor como una condena.

En "La creciente" - el cuento que abre el libro- el personaje Pancho Leiva avizora desde la puerta de su rancho miserable la llegada de la temible creciente, mientras su mujer espera la llegada de su hijo. En la segunda parte del relato, el personaje regresa en medio de las dos crecientes: la del agua que avanza y la del hijo que nace. Pero la otra creciente, la interior, es la que importa. Como los otros los cuentos de Clementina, éste se divide entre el Purgatorio y el Infierno. Es extraño, sin embargo, que a partir de estos "destinos desolados" el personaje siga soñando con un posible Paraíso.


 

La creciente

 

Clementina Rosa Quenel

 

Y las aguas salieron de madre.

 

Eumelio Chaparro, al filo de la media noche, llegó con la noticia:

—¡Huijuuuu... ijuuuuu!....., L'agua se viene...

El eco del grito, por un instante agujereó la noche, y después acabó blando en la calma diáfana. El jinete mismo fue a fundirse en la sombra del algarrobal tupido, ladero al cruce de caminos. Iba a azuzar a los otros llevando en vilo el estuario lleno.

Pancho Leiva quedó inmóvil junto a la puerta de su rancho. Medio abombado por el sobresalto del anuncio, se restregó los ojos con el revés de las manos y miró la noche. Clarita y translúcida era. Cargada de estrellas, con una luna dorada y un resplandor que ardía en las pupilas. Ni un varillazo de viento estremecía los árboles o sunchales ribereños, y del poleo en flor se desparramaba como un frasco de perfume.

Nuevamente retumbó desde el otro lado el grito alegre de Eumelio Chaparro.

Esta vez se hundió con filo de zarpa el eco salvaje y tembló largo, en todo el silencio ancho.

Despacio, quizás para hacer algo, el hombre se fue hasta el fogón casi ahogado en cenizas y atizó el sobrante vivo. Arrimó una leña que en seguida empezó a humear. De un barril sin tapa sacó agua en un tarro y llenó la pava de lata. Por último, acodándola sobre el fuego, se enderezó aliñando un "chala". Con pasos lentos se puso a caminar, y bajo el tala raspó un fósforo que le fotografió en rojo la cara. Dio unas chupadas al chala y prosiguió la marcha. Dos pasos más allá, una voz de mujer le enlazó desde la puerta del rancho:

—Ché Pancho, ¿no vas a acostarte, hombre?...

—No pó... dejame aquicito un rato...

—¡Ya no estás podiendo!... ta es pitador y ojo duro el hombre...

—Si no estoy, po, embichao...

No quería dormir. Ni estaba boleado para ello. Allí quedaría hasta el alba, en acecho. Sí, en acecho. ¿No venía tragando distancias la creciente? Entonces, ¿qué cristiano era capaz de pegar un ojo? ¡Ocurrencias de mujer!...

Como cuña en el oído llevaba las palabras de pesadilla:

—Dicen que viene con juria esta vuelta, ¡rempujando fiero!...

Mirando hacia adelante se quedó pensativo. Le calculaba que a eso de las cuatro de la mañana llegaría el apurón del agua. Mascando el cigarro, Pancho Leiva siguió. Al doblar hacia el río, sus alpargatas tronzaron un yuyaI seco. Recién advirtió que la falta de agua ya secaba el verde. Cuando llegó a1 arenal de la orilla, miró la curva del río. La vio en comba, copiando una cadera de mujer robusta, y abarcó con los ojos el cauce enlamado que desde seis meses atrás bajaba seco y seguía largo, blanco.

Como si estuviese frente a una quimera, creyó que allá en el talud del cielo, el lecho muerto pactaba una coyuntura con aquel, difuminándose todo bajo la reverberación azulosa de la luna. ¡Cosas de la luna no más serían!... Pero, qué luna ni luna! Por allí, dentro de unas horas vendría el torrente. En un vértigo, el hombre tuvo el cuadro patente de la furia suelta. Vio el empellón de las primeras aguas sucias, con cuajarones babosos, y que mala era la comparación se parecían a una tropilla de baguales desatados... Masculló entre dientes una maldición áspera, y con rabia aplastó un chilicote que sesgó caminito de un matorral a otro.

Pegó un salto a la arcilla arenosa del lecho vacío y pareció recuperar su aplomo, súbitamente arrepentido de la maldición reciente... ¡Qué diablo, en tierra seca, el río lleno era bendición!.., ¿Acaso él mismo no había gritado como Eumelio Chaparro y disparado tiros al aire al anuncio de las crecientes? No en balde le cabestreaba el bote viejo -"El Huaco"-, y la vida se le amañó en los esteros barrosos del Dulce. Y lindo era verse jineteando en el lomo rugiente del río, sin aquellos sobrantes de agua que durante meses abrían brazos en el cauce y varaban su trebejo... ¡Y cuánto más barrigona la creciente, el golpe de sus remos más audaz y la lucha más engarrada!

Desde los primeros días zarandeaba el bote llevando gente de una orilla a otra. Cierto que el espinazo le quedaba roto.

—¡Esta vuelta, nues lo mismo!... Y yo diciéndole: ¡llové, llové, pó, alhajita!...

Habló alto, y su voz fue a lastimarle en el corazón, rudamente. Sin poderse contener, y castigado por la cólera interior, que, llameante le subía desde la raíz del instinto, apretó los dientes a la obstinada certidumbre:

—¡Esta vuelta, nues lo mismo!...

¿Y qué?... ¿Iba a huirle como hembra miedosa? Para eso que no le llamaran Pancho Leiva, el botero. ¡Él, era hombre de pelo en pecho y corajudo, y en los quince años convividos con el río no le receló ni cuando esparrancaba en conjunción con el diablo mismo!

Sus pensamientos se agrandaron, altivos, un instante. Luego, tal cual le picase una víbora, sintió el punzazo de su dolorosa inquietud. Turbado se agachó, recogió unos terrones, y se puso a tirar a la "sonsera" al lecho seco.

—¡Pero en esta vuelta, vas a cosquillar, ché Pancho!... —gritó enconado, y enmarcando en el subconsciente la empecinada visión que le brotaba de muy adentro.

Volvió los ojos arriba. Millones de estrellas encendían el fondo azul en cortejo de gozo a la luna quieta, rielante como una cabezota impávida. Seguían su ruta alta, indiferentes a su angustia de hombre y a la amenaza dramática del río.

Quien conociera como él, la impiedad del agua, no iba a chacotearle a la cosa. Bien sabía del bramido de las aguas morenas. Bien conocía el destino de los sunchales inundados, que iban río abajo igual que barbas flotantes.

Le pareció ver cómo al primer empujón de la correntada, ni uno quedaba parado. Después, los sacudones bárbaros, que estirando lengüetazos hacia una y otra banda se chupaban las barrancas; y hacían rebalsar las crestas espumosas.

Después... ¡ah!, después... El caudal crecía, crecía, crecía y pechaba la masa turbia hasta volcarse a su gusto en los terrenos y bajos ribereños. Aquello se convertía en una anchura inmensa de agua con hueveras y croar de sapos. Los ranchos quedaban vacíos con las quinchas pudriéndose en el cinturón de agua. Algunos se desmoronaban con acatamiento trágico. Las cabritas y los perros y alguna tamberita eran saldo que se llevaba la gran correntada en locos remolinos.

Dos años la creciente respetó su rancho. La última vez le dejó sin la cuja y las pilchas. Pero en esa ocasión se encogió de hombros y bebió "más tinto pa no asustarse con la tapera..."

—Aura, ¡qué tiene que ver!... Tengo la Celeste, y en el estao qu'está...

De repente se le atoró en la boca una palabrota. Empero, mudo, dando la espalda al cauce laminado en micas de arenas, volvió al rancho. Desde el patio oyó el borbollón de la pava a todo hervor y pensó que su rabia hervía igual.

Cuando ya se agachaba sobre el fuego, le pareció oír un gemido que lo erizó entero. Inmóvil, aguardó en acecho. Nada turbó la calma.y sólo un hálito dulce trascendía de la noche tibia. No obstante, se incorporó, y con pasos ahogados se arrimó al rancho y miró por la puerta ancha y abierta como boca en bostezo.

La luz de la luna daba de lleno sobre la cara de la Celeste. Dormía hecha un ovillo pequeño, y los cabellos negros, destrenzados, rellenaban la almohada. Sonrió el hombre, y desde la nuca le resbaló la ternura extraña que le abría huellas dentro del alma.

—Por mi nues nada... Por esta pobrecita... ¡y en el estao qu'está!...

 

La creciente llegó con los cielos rosados del amanecer, pero su preñez no rebalsó el cauce. Temprano, Pancho Leiva, echó el bote al agua y llevó una cuadrilla de peones hasta el enlame del canal. Se entretuvo por ahí, y sacó tajada cruzando con el "Huaco" lleno a cincuenta "por cabeza".

A sus anchas y en su elemento, silbando, gozaba con los chuzazos y las dentelladas que el agua empeñaba contra el maderamen de la embarcación.

—Velay.... Ni capuja los bordos la creciente... —decía entre decepcionado y burlón, cuando con la carga del bote afirmaba el malabarismo de sus remos.

—¡Maulita!... Corcoviale...

Desafiaba a los enviones y al tropel del oleaje, que espoleándole ponía garras en sus manos, fiereza en sus músculos de cobre desnudo, aliento diabólico en su coraje.

—L'otro año si jué fiera la cosa... —repetía, aventando sus aprehensiones de la víspera. ¿Qué más para soliviantar su audacia?

Sentía, alejado el fantasma de la inundación, todos sus nervios tensos de felicidad. El jornal ganado, la Celeste y su rancho. Todo adquiría a sus ojos contornos risueños. Se diafanizaba él mismo y su presente, y hasta un reclamo dulce acuciaba sus pensamientos.

¿Cuándo tendría en sus brazos el hijo, recién nacidito, y blandito? Al prodigio de la esperanza se creía invencible, y por momentos sus pupilas, cual hurones negros, abarcaban el río relumbrante bajo el sol, tal como si toda aquella perspectiva móvil fuera un potro en cuyos ijares él clavaba sus espuelas a placer. El deliquio le hinchaba el pecho, y entonces gustaba su grito:

—¡Huijuuuuuuuuuu!...

Volvía alegre a su silbidito, acollarándose, sin darse cuenta, en la visión de la muchacha. Y se le apretujaban las ideas. Un año que andaba en junta con ella y sin ganas de volver por la huella sola.

Hereje, bandolero fue para las chinitas, que engatusó a montones. Pero ninguna le puso "peal", ¡qué caramba!... Siempre dijo: "el hombre cuanto más solo mejor". Sin embargo, ¡estaba de Dios!, la boca carnosa de la Celeste, besadora como paloma, porfió en su destino. Esto era cierto. Sabía que no era una santa, pero en los ojazos zarcos habían caricias letales. En los primeros tiempos, ¡claro!, le desconfió por temor a que ella le faltara. La miraba hecho un bicho, con tumulto de celos y reclamos. En una ocasión hasta la cacheteó porque compró polvos y perfumes en el pueblo. Fue después, cuando ella le habló de un hijo, que aprendió a quererla refrescando su frente en el cariño de la muchacha. Desde aquel momento pudo besarla a su antojo, porque estaba seguro de ella. Ya no se estremecía de celos, y ni juicio prestaba a las malas lenguas. ¿Qué le importaba que dijeran que a ella se le conoció la hilacha el mismo día que bajó del tílburi del turco Jachin, que fue quien la trajo de Tucumán? ¿Y qué, si comentaban que se "desgració" con el turco a causa de ella, que en seguida no más se entreveró con él? A qué hacerse mala sangre con las alabanzas del turco, quien para ostentar sus "derechos" se llenaba la boca diciendo a la rueda del boliche: "¿la biensa ustede qué bresiosura me trajo del boeblo tocomano? Aura señores: primero de todo, la Celeste. Antes la boliche sulamente".

Y después, cuando él se la quitó:

—Bobre zonzu ese Pancho. La Celeste e una...

Verdad que un odio bruto le hizo descargar su talero sobre el ojo del desdichado Jachin. Pero eso quedaba lejos.

Suspendido en sus pensamientos, promedió la tarde. A la hora del ocaso, de repente, la punta de las oleadas y la avalancha alta de las aguas le hincaron la primera aguja de angustia.

—¿Pechará más l'agua? —se preguntó. Y ahí no más, "por las dudas", hundió los remos en dirección al rancherío. Lejos estaba. Pensó, medio acholado y de golpe: "hay que apurarse, no sea qu'el agua repeche y la noche se venga encima".

A medida que remontaba aguas arriba, el río, dilatándose, retorcía remolinos bárbaros. Mas, sus remos desconocedores del vasallaje, trizaban el cribo de las espumas, rompían en ágil revoleo el ímpetu de la corriente, y en un salto osado hacían caer una lluvia de gotas oscuras. Hubo un momento en que el oleaje hinchado, recostó al "Huaco" contra la ramazón flotante de un árbol descuajado. El hombre, torvo, con arrugas, ya no pensó: "ese Pancho Leiva, dueño del río..." Su ánimo, como una alimaña acorralada, se encogió de hoscos presentimientos. La Celeste, el rancho...

¡Qué al rancho se lo llevara el diablo mismo!... ¡Pero a ella, a ella! La vio alhajita en el nicho de su corazón. La sintió en la raíz de su vida. En la avidez de todas sus esperanzas. Ansió llegar a ella, aunque fuera a pedazos y...

Por fin, anocheciendo y con los riñones rotos por el esfuerzo sin desalientos, alcanzó el vecindario. Recién la contemplación lo dejó inmóvil, achicado. Vio que los cachetazos de la creciente iban alargándose hasta el algarrobal de Pujío. Bajó la cabeza, y saltó del bote afiebrado con un alarde de coraje turbio. El "Huaco", su viejo compañero, con las letras de su nombre en negro, un minuto zozobró y luego, tumbado, se dejó llevar por la correntada.

Con agua al pecho, como con resortes en los brazos y las piernas, inició el avance entre sunchales desmelenados, un fondo fangoso y los empujones del oleaje.

A1 linde, tras la lucha, se dibujó el rancho, anillado en agua que ya lamía las quinchas por alcanzar la altura del ventanuco. Rígido, y agarrotado el corazón, el hombre ya no dudó del zarpazo del río. Con el pecho traspasado, latiendo una angustia de aullido, gritó:

—¡Celeste!... Contestame...

Flotó la voz en la inmensidad soledosa del drama. Sólo el bramido revuelto del río y el remedo del eco le respondió:

—...leeesteeeee... taaaammmeee...

Como a propósito un envión de agua empenachó alto y zamarreándole le hizo tragar líquido sucio por boca y ojos.

—¡Gran perra!...

Escupiendo, se paró de nuevo. Pero, con ojos desorbitados reconoció, cincuenta metros más allá, la cuja chiquita que él mal labrara en tala para el hijo en espera. A tumbos corría sobre la superficie. Cerca no más le seguían las dos sillas de tiento, la batea de amasar y el baulito con los lujos de la Celeste. Ya no pudo más y, con cara e ímpetu de loco, resbalando y cayendo salvó la distancia.

En el marco de la puerta se detuvo con el agua arriba de la rodilla.

Allí, sobre el catre, cuyas patas hundidas en agua se anudaban con un alambre al horcón más fuerte del rancho, estaba la Celeste. Avido, temblando, riendo, le acarició la cara. Un quejido de ella le contestó:

—¿ Celeste, iá,...?

La mujer apenas se movió. Esbozó una sonrisa de maternidad triste, trágica, para volcar la afirmación que el hombre pedía.

Pancho Leiva cerró los puños, y cara al cielo y al río, por primera vez lloró.

 

De La luna negra, cuentos, Editorial Cervantes, Córdoba, 1952

 

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